Estoy ubicado en una vecindad de lo que llaman “el barrio bravo” pero eso no me define.
Contemplo el día y la noche, en mí cae el sol, la luna y la lluvia, estoy hecho de tierra, cemento y agua, pero vivo de los pasos que me recorren.
Los días y el caminar pasan sobre mí. A veces son pisadas pequeñas que están aprendiendo a caminar, con frecuencia son zancadas grandes y firmes que corren porque el tiempo apremia, en ocasiones son pasos lentos, pensativos, enfermos o melancólicos.
En las mañanas todas y todos corren, pero tengo un compañero que sale a transitarme, lo escucho gruñir, ladrar, noto como lo atan a un poste y se echa sobre mí, percibo su pelaje como la escoba que me barre.
En la tarde se reúnen los de pies pequeños, el calor apremia pero ellos corren, gritan, saltan juegan, son mis favoritos porque me ocupan todo, me exploran, me circulan. A veces me dejan sentir más que pies y suelas. Se acuestan sobre mí, siento sus húmedos cuerpos de sudor, puedo tocar ropa, manos, piernas, rodillas y rostros, pero llega una hora en donde uno a uno se aleja y dan paso a otro grupo de pies.
Es la tarde, el sol ha caído, me percato del andar de varias que se juntan en círculo, escucho cuchicheos, risas, rumores algunas veces llantos, se desprende humo de un cigarro, las cenizas llegan, me cubren, cuando aparece la noche se van.
Horas después se cierran las puertas, quedo desierto, la noche es silenciosa, pero suele suceder que por la madrugada pasos se arrastran y rompen el silencio, se oye un grito, un ladrido, un maullido, cosas se rompen, luces se prenden y de nuevo el silencio.
Yo quieto espero por los primeros pasos de otra mañana.
El patio habla.
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